En la antigua Sumeria las mujeres tenían una serie de derechos que no recuperarían hasta siglos más tarde. Por ejemplo, se les permitía estudiar (si podían pagarse las clases, claro) y, sobre todo, podían vivir de su trabajo, ya que no sólo se les permitía ejercer oficios de todo tipo, sino que lo que ganaban era de su propiedad. Conocemos numerosos casos de mujeres trabajadoras y muchas tablillas con contratos comerciales aparecen con firmas femeninas. Las reinas y princesas de las primeras dinastías disponían de sus propias oficinas personales, con sus escribas particulares, al margen de sus maridos (los escribas constan como “servidores” de ellas, y no de ellos). Desde esas oficinas dirigían negocios en los que su esposo no metía baza, salvo para beneficiarse por estar casados con ellas. Algunas de estas mujeres hicieron rico al cónyuge, como el caso de las reinas Tashlultum, esposa de Sargón de Akkad (primer monarca acadio) y Tutasharlibish, esposa de Sharkalisharri (quinto monarca acadio), que comerciaban con grano y piedra de construcción, respectivamente.
Fuera del marco de la realeza nos topamos con casos como el de Ashag, esposa de un alto sacerdote del Templo de Ur, que se enriqueció vendiendo trigo; o el de Ninkhula, esposa de un gobernador de Umma en la III Dinastía de Ur, que comerciaba con pieles, grano, oro y perfume. Incluso, descubrimos curiosos casos de “multinacionales” de la época, como la que compartían la ya citada Ninkhula y la consorte real Nimkalla, que tenía delegaciones comerciales en toda la ruta comercial desde la frontera sur en Lagash hasta la norte en Mari (lo que hoy sería el territorio entre la frontera de Iraq-Irán, junto al Golfo Pérsico, y la zona limítrofe entre Siria y el sur de Turquía).
Entre la gente humilde, las mujeres realizaban toda clase de actividades comerciales y practicaban oficios que durante siglos se considerarían “masculinos”, como la carpintería o el tallado de estatuas. Curiosamente, en la cultura sumeria determinadas labores se consideraban muy “femeninas”, aunque los hombres no estuvieran excluidos de las mismas, como la de herborista (los farmacéuticos de la época), la de perfumista o la de masajista. Debe advertirse que los masajistas de esos tiempos estaban muy cercanos a la medicina, por el uso que hacían de aceites esenciales. Y en este campo de la salud podemos destacar en la III Dinastía de Ur a Kubatum, Zamena y Ummeda, todas ellas doctoras. También era algo muy popular que las mujeres de clase baja poseyeran tabernas, a veces dando salida al vino que ellas mismas producían en tierras pertenecientes a su dote matrimonial.
A modo de resumen, se puede señalar que conocemos dos tablillas donde se indica la existencia de 13.000 mujeres trabajadoras en la ciudad de Ur durante la II Dinastía de Ur y de 7.000 mujeres trabajadoras en la ciudad de Lagash en la III Dinastía de Ur. Y es en este marco de trabajo femenino, en el que encontramos un primer caso de celebración en honor de las mujeres trabajadoras. Al fallecer Gemen-Ninlila, que era consorte del rey Shulgi, segundo rey de la III Dinastía de Ur, éste decreta, en honor de la fallecida, siete días de descanso laboral para las mujeres trabajadoras del reino. Tras la muerte de otra consorte, Eanisha, vuelve a decretar otros siete días de asueto. Ambas consortes habían sido empresarias de éxito (y le habían reportado una buena cantidad de beneficios).
Así pues, cuando celebréis el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, ya sabéis en honor de quién hay que brindar con unas cervecitas.
Colaboración de Joshua BedwyR autor de En un mundo azul oscuro
Imagen: Historia de la mujer