Renné Ferrer

Reneé Ferrer de Arréllaga

Renée Ferrer nació el 19 de mayo de 1944, en Asunción, Paraguay.
Una de las escritoras más representativas de la literatura paraguaya.

Obras: Los nudos del silencio, La Seca y otros cuentos, Cascarita de nuez…

Género: Poesía, cuentos, novela…

Premios: Premio Nacional de Literatura (2011), Premio Municipal de Literatura (2010)…

Renée Ferrer de Arréllaga

“El ovillo”

Fuente del cuento «El ovillo»: https://www.radiokermes.com/images/2020/CUENTOS_VERANO_2020-2021/16-_Renée_Ferrer_de_Arréllaga_-_El_ovillo.pdf

Frente a la claridad que recortaba la ventana, donde le colocaron la mecedora, sintió la puerta de calle al cerrarse y los pasos de su hija que volvía sobre el eco de las palabras preocupadas.
-¿Qué le pasa a mi madre, doctor?
-Trastornos de la vejez, señorita.
La escuchó reunirse con las demás en la salita, mientras se mecía blandamente; los dedos concentrados en el tejido: meter la aguja por acá, envolverla correctamente con la lazada, sacarla por debajo, pasarla para allá y reincidir incansablemente en el mismo punto.
Hacía tiempo que tenía telarañas en las paredes de los ojos, dejándole la mirada borrosa.
Meses que no pronunciaba una palabra, provista de aquella beatífica sonrisa en los labios apretados. Desde entonces no cesaba de hamacarse en el sillón, ni siquiera cuando se apagaban las lámparas en el resto de la casa. Tampoco dejaba de tejer aquel pulóver tan extraño, salvo que se quedara dormida sin darse cuenta. Unas manos separaban en su mente aquellas telarañas suavecitas, pegajosas y delgadas, como si nadasen entre los
recuerdos. Se obstinaba en el silencio, resistiéndose a que la metieran en la cama. Tuvieron que dejarla en el sillón; colocarle una almohada detrás de la nuca; llevarla al baño cada vez; darle la comida. En la cámara silenciosa de su mente, las palabras de sus hijas rebotaban de un lado a otro.
-Es demasiado prematuro, doctor. Hace apenas unos meses estaba perfectamente.
-No siempre se puede saber por qué suceden las cosas. Clínicamente doña Melina no tiene nada.
-Pero no nos habla. Sólo sonríe. Se niega a comer por sí misma. Y se hamaca y se hamaca continuamente, empujándose con un pie, mientras teje ese pulóver. Haga algo, doctor. No puedo verla así.
Haga algo, doctor. No puedo verla así. Haga algo, doctor. No puedo verla así. Doña Melina marcaba levemente el compás sobre el piso moviendo el sillón. Todos corren ahora. No pueden verme así. Se perdió nuevamente en el trayecto de ese viaje hacia el fondo de sí misma. ¿Mamá, donde están mis cuadernos? Mamá, esta comida no me gusta. Mamá, que voy a llegar tarde. Este vestido es espantoso. Me está estirando el pelo. Pero si me dijo
idiota. Basta. Basta. ¿No ven que llega papá? Hagan como si nada. Siempre traté de que hicieran como si nada.
-¿Por qué será que mamá sólo sonríe?
-No lo comprendo.
-No parece triste, pero está hermética.

Cómo van a comprender, si todavía no vivieron lo suficiente. Aún no saben lo que es adecuarse a las circunstancias, aunque a una, las circunstancias la sofoquen. Melina, preparame el café. Melina, este café está frío. Melina, mis alpargatas. Nunca ponen las cosas donde se debe. Melina, a esta camisa le falta un botón. No te ocupás de nada, Melina.
No atendés los detalles. Siempre fui un poco distraída para los detalles. Para otras cosas, sin embargo, servía. Me usaban para todo y yo les dejaba hacer. Mamá, abrochame los zapatos. Mamá, servime la leche, Mamá, ayudame a estudiar. Lo mimás demasiado, Melina.
Siendo el único varón deberías tratarlo como a un hombre. Lo vas a convertir en un marica entre tantas mujeres. Es como si hubiera sabido que lo perdería pronto. Después, sólo me quedaron las nenas, y el consuelo de llorar a solas. Melina, otra vez llorando. Lo que no tiene remedio, no tiene remedio. Tu hijo está muerto, y la vida continúa. Y la vida siguió
arrastrando esa ausencia irremediable sobre el rebote de sus pasos. Melina. Melina. Melina.
¿Cómo te pudiste olvidar de comprar escarbadientes? Yo siempre me olvidaba de comprar escarbadientes.
Las voces de sus hijas como amarras tendidas hasta el borde de la habitación la volvían a la realidad de cuando en cuando.
-Recuerdo la noche en que mamá se quedó así.
-Fue algo horrible.
-Desde entonces no nos habla.
-Pero sonríe.
-Sí, sonríe, desesperadamente igual en todo momento. Es como si se hubiera puesto una máscara de felicidad.
-Y teje, y teje ese pulóver tan extraño.
Por la ventana entreabierta se colaba el aroma lozano de los malvones quebrados por el perro, una mezcla indefinida de perfume a pasto húmedo y atardecer. La blusa de batista de doña Melina navegaba sobre su respiración sosegada. El matrimonio es una larga batalla contra la rutina: una lucha cuerpo a cuerpo hasta que la muerte nos separa. Los momentos
se tropiezan, entreverándose los malos con los buenos. Vení para acá, Melina. Sentate a mi lado. Nunca me hacés compañía. Siempre ocupada con las nenas. Y cuando uno se está dejando ir, la calma se resquebraja y hay que alzar la guardia. ¡Las telas! Melina, por qué no miras el techo de vez en cuando y sacás las telas de araña. Yo soy el único que ve las cosas en esta casa. Las arañas, esas enemigas implacables de la mujer, trabajan más que
cualquiera… pero ellas sólo tejen, en tanto que nosotras… Melina, Melina. Melina. ¿Por qué llorás, Melina? Los días se prolongan como babas pegajosas. La luz apagada acentúa un cansancio de plomo. Melina, sacate el camisón, que para eso fue el trato.
-Es extraño que mamá se quede mirando siempre al jardín, la vista quieta en el aire, y tejiendo de memoria más abajo.

-¿Te acordás cómo ponía madreselvas por toda la casa? Nos inundaba de fragancias al entrar.
-Solía cantar cuando estaba contenta.
-Siempre estaba contenta.
-Siempre estaba ocupada, diría yo, De la mañana a la noche siempre estuve ocupada, trajinando, rebotando de una voz a otra voz, como si no hiciera nada, pero ocupada. Melina, no te olvides de las compras. Melina, este cuello está arrugado. Melina, arreglá este desorden. Melina. Melina. No te olvides. No te olvides. Se hacen muchas cosas, pero sólo se notan las que se olvidan.
Las que se olvidan. Las que se olvidan. Doña Melina continuaba empujándose mansamente con un pie. Y las nenas fueron creciendo. El dinero empezó a escasear cuando Pancho perdió el empleo. Las exigencias se hicieron mayores. Mamá, comprame un vestido para el cumpleaños de Rosita. A mí también, mamá, sé buena. Melina, se gasta demasiado
en esta casa. Es todo lo que hay y arreglate como sea. Cuando las nenas se hicieron mujercitas hubo que celarlas. Melina, ¿dónde están tus hijas? Te dije mil veces que no quiero que vuelvan tarde. Y ellas me saltaban como perros cuando les decía algo. No nos tienen confianza, siempre están pensando que vamos a hacer algo malo. Sobre todo la mayor, que siempre tuvo carácter. Otra vez husmeando en mis cosas, mamá. Si quiero hacer
algo lo voy a hacer sin tu permiso. Ustedes los viejos no saben nada. Vos tenés la culpa,
Melina. Sos una floja. No te hacés respetar. No sabés cuidar a tus hijas. ¿Y cómo vas a saberlo, acaso no te acostaste conmigo cuando yo quise? Si les pasa algo te rompo la cara.
Me faltaban el respeto, todos me faltaban el respeto.
La conversación le llegaba como en sordina desde la salita.
-¿Por qué mamá no deja de tejer?
-Se entretiene.
-Pero podría hacer otras cosas, o tejer algo con sentido. Ese pulóver es una aberración.
-El doctor dice que ella puede levantarse.
-Pero no quiere.
-Es penoso verla mirar siempre hacia el jardín.
Mirar hacia el jardín, disolverse en el jardín. No sentir la desconfianza como una marca a fuego sobre las espaldas. ¿De dónde venís, Melina? ¿Adónde vas, Melina? No me vas a decir que de siesta… A mí no me gusta que mi mujer ande por la calle como una cualquiera. Tenés que estar en casa con tus hijas. ¿Quién te mira, Melina? ¿A quién mirás, Melina? Me
enfurece que andes de charla por ahí. Para que sepas. Disculpame, Melina. No le cuentes a las nenas que yo te pegué. Pero yo no miraba a nadie; nunca miré prolongadamente a nadie al fondo de los ojos. Temía ser libre. Ahora soy libre. No quiero que me oigan, ni que me usen, o me desusen. A mí no me vas a decir cuándo tengo que salir. Yo soy el hombre de la casa. Salgo cuando quiero y vuelvo cuando me da la gana, y no quiero escenas ridículas y celos estúpidos. Y si no te gusta ya sabés lo que tenés que hacer: ahí está la puerta y hasta luego.
Y hasta luego, y hasta luego, y hasta luego todos estos años. Aún lo veía haciéndole aquella venia con los dedos apretados.
El tejido había progresado mucho desde la noche que doña Melina empezó a hamacarse en el sillón. Desde entonces sus hijas le ponían flores en el cuarto todas las mañanas, y nunca se olvidaban de traerle lana para tejer. Todavía las escuchaba hablar en voz baja.
-¿Pero qué le pasó realmente a mamá? Fue aquella noche que nos regalaron el gato y ella estaba tejiendo frente al televisor.
-Sí, de pronto se quedó muy quieta, mirando fijamente cómo jugaba el animal con el ovillo.
La mirada se le agrandó como cuando se comprende algo de repente. Seguía con los ojos azorados ese ovillo, que parecía como si le hablase. El gato lo traía y lo llevaba para todas partes, enredando la lana con sus zarpas suavecitas. Era un ovillo mediano y blando que se dejaba manejar. ¿Se acuerdan?
-Sí. Nos estaba haciendo un pulóver a cada una, y el gato se apoderó del ovillo. Lo tiraba para aquí, lo llevaba para allá, aflojando la lana por un lado para estrangularla por otro.
-Nos reímos.
-Todos nos reímos. Y ella lanzó un grito. Se quedó muy tiesa mirando el gato mientras gritaba y el ovillo iba y venía para todas partes; rebotando de una pared a otra, de una silla a otra, y su grito no terminaba y temimos que se muriera gritando.
-Ahora ya no le tiene miedo al gato. Sólo lo acaricia con el pie de vez en cuando, sin perder el compás mientras se hamaca. Lo mira con una dulzura humedecida que me hace acordar la manera en que nos miraba a nosotras cuando empezamos a hacernos señoritas.
-Y teje, y teje ese pulóver tan extraño.
-Es como si se hubiera ido.
Como si se hubiera ido. Como si se hubiera ido. Por la ventana llegaba, desde el jardín, el aroma de azúcar desvalida de los laureles rosados, llenando la habitación con un olor a muertecito amanecido. Doña Melina sonreía mientras seguía tejiendo ese pulóver para nadie. Ya llevaba hecho el cuerpo y ahora iba por las mangas. Era un pulóver desproporcionado, descomunalmente desproporcionado y grotesco, con las mangas tan
largas que llegaban al suelo. Sí, con las mangas largas, muy largas, para abrazarlos a todos, para abrazarlos a todos, para abrazarlos a todos.
Cuando se apagaron las voces, doña Melina continuó hamacando sus pensamientos en el sillón.