Vivas Nos Queremos
Mientras me vestía de negro, pensaba que Candela ya no va a poder elegir de qué color vestirse. Mientras estaba en el tren, pensaba en todos los viajes que a Lola le quedaron pendientes. Mientras la lluvia me empapaba, pensaba en todas las tormentas que Ángeles no va a poder ver.
Lucia tenía 16 años. Tenía el pelo revuelto, rastas, una sonrisa juguetona y ganas de comerse el mundo. Vamos, ¿me vas a decir que no te acordás lo que es tener dieciséis? Si hasta hace poco vos eras una de esas chicas de pelo alborotado, aires de despreocupación y te sentías invencible.
Así era Lucía. Pero a Lucía la violaron, la empalaron, la torturaron hasta que murió de dolor. Porque Lucía era mujer. Porque Lucía tenía 16. Tenía y no va a tener más.
Hoy el cielo se pintó de negro. Y calló un diluvio que le pisó los talones al universal. Caprichoso y alterado, el cielo lanzó los truenos más feroces que jamás habíamos escuchado.
Hoy nosotras paramos. Nos vestimos de negro y lloramos de tristeza, con una angustia que nunca antes habíamos sentido. Y gritamos más fuerte que nunca, con rabia, con furia, enojadas, desgarradas, rotas y dolidas.
El cielo y nosotras, mimetizados, tan lejos y tan cerca, siendo una sola voz; una voz que grita, reclama, demanda, llora, exige justicia. Exige que dejen de maltratarnos, de abusarnos, torturarnos, minimizarnos y matarnos.
Y hoy marchamos. Nos pusimos nuestras mejores caras de guerreras, pusimos las guardias bien en alto, el orgullo y la bronca a flor de piel, nos calzamos los pilotos y salimos a cantar, a gritar, a aplaudir, con la cara mojada de tanta lluvia y tantas lágrimas. Caminamos mucho, y, claro, teníamos frío, estábamos empapadas y nos dolían los pies; pero ningún dolor se asemejaba al que pasó Lucía, ningún dolor le tocaba los talones al dolor que nos rompe desde hace tiempo y en silencio el corazón.
Perdí la cuenta de la cantidad de mujeres que vi abrazarse y llorar. De la cantidad de nenas que vi de la mano de sus mamás, deseando que a los 16 puedan salir con la certeza de volver a casa. De la cantidad de nenes que vi acompañados por sus papás, que decidieron dejar de criar machitos y princesas para criar personas iguales. De la cantidad de señoras de la edad de mi abuela, que caminaban despacito pero con constancia, luchando por algo que probablemente a esa edad esperaban ver ya cumplido. De la cantidad de paraguas que conformaban aquel mar de colores infinito, que tanto contrastaba con nuestra ropa negra y el lluvioso cielo gris.
Perdí la cuenta de muchas cosas. Pero también, por suerte, recupere la fe en muchas otras.
Y cuando me detuve en el medio del tumulto de gente y mire a mi alrededor, vi mujeres fuertes, valientes, libres; las vi gritando a los cuatro vientos por igualdad, reivindicando sus derechos, exigiendo que se las escuche y se las respete.
Y entre tanta gente, les juro que la vi. Les juro que Lucia estaba ahí: en el medio de todas, con el pelo revuelto y sus rastas, más libre que nunca. Por un momento estaba allí, sonriendo, queriendo comerse el mundo, sin usar paraguas para sentir la lluvia helada calándole hasta los huesos. La vi cantando, gritando, marchando para que a ninguna de sus amigas, a ninguna mujer de su familia, a ninguna de nosotras le pase lo mismo que a ella. La vi fuerte, guerrera, desesperada por justicia. Y supe, por primera vez en mi vida, que algo estamos haciendo bien. Que estamos despertando. Que estamos resurgiendo. Que no vamos a parar. Que estamos empoderándonos para que muchas otras como Lucia tengan 16 años. Tengan 16, y sigan cumpliendo muchos más.