El motor de la pequeña embarcación atestada de gente que la conducía hacia un futuro mejor se paró en medio del Mar Egeo, igual que lo había hecho su vida con el estallido de la guerra en Siria. Las bombas lo habían destrozado todo: su casa, la piscina en la que se entrenaba, sus sueños… En los últimos cinco años, 11,3 millones de sirios se han tenido que desplazar por la guerra, prácticamente la mitad de la población. De ellos, hay 4,8 millones de refugiados en países vecinos como Turquía, Líbano, Jordania, Irak y Egipto, según datos de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados que desde hace tiempo trata de concienciar a los Gobiernos para que asuman la responsabilidad que les corresponde y por eso ha lanzado la campaña de firmas #ConLosRefugiados.
Aquel día de agosto de 2015, hace ahora justo un año, el ruido de las bombas dejó paso al silencio más absoluto. La lancha comenzó a hacer aguas y Yusra Mardini vio el terror en los ojos de sus compañeros de viaje. De los 20 que viajaban, la mayoría no sabía nadar y estaban en medio del mar, en medio de la nada. Sus esperanzas de un futuro mejor, lejos de la guerra, comenzaban a hundirse igual que aquel bote.
Pero Yusra, de 17 años, no estaba dispuesta a rendirse. Quería un futuro, ese por el que sus padres habían pagado a una mafia para que la llevasen junto a su hermana mayor Sarah a la isla de Lesbos (Grecia). Desde allí se dirigirían a Alemania, donde tenían familia. Por eso, Yusra no lo dudó y se lanzó al mar. Su hermana fue detrás.
Ambas sabían nadar muy bien. Lo hacían desde los cuatro años. Su padre, entrenador de natación, las había enseñado. De hecho, Yusra había representado a su país en los Mundiales de 2012. Las hermanas comenzaron a mover las piernas de manera sincronizada para empujar el bote. Otros dos pasajeros siguieron su ejemplo y se tiraron al mar. Los cuatro remolcaron la lancha hacia las costas de Europa y, tres horas y media después, alcanzaron tierra. Estaban en la isla de Lesbos (Grecia) y, lo más importante, todos vivos.